A pesar de que intento abstraerme de todo lo que no afecte a la mesa en la que me encuentre, entre los más indeseables destacaría dos. El primero es el que pretende demostrar -nunca he sabido a quién- que entiende de vinos. Aunque no lo puedo asegurar, mi impresión es que suele solicitar uno de precio medio. Ahora bien, la cata la desarrolla como como si se tratara de un Château Haut-Brion de 1985 o un Château Mouton Rothschild del 82 con algún defecto.
En más de una ocasión algún propietario me ha dado a catar el caldo rechazado y puedo asegurar, cierto es que puede ser otra casualidad, que lo único rechazable era el comportamiento del comensal. En todo caso, estos prepotentes deben saber que la norma no escrita desde siglos es que si se rechaza una botella por razones no obvias, el que se pida a continuación ha de ser de precio superior.
Con todo, el más indeseable de cuantos clientes es posible encontrarse en un restaurante es el fumador de puros que se cree con derecho a convertir todos los demás en forzados acompañantes. Poco le importan si los que le rodean están en el comienzo, a mitad o al final de la degustación. Si son jóvenes o mayores, si sanos o con problemas bronquiales. Él ha decidido ejercer su derecho, una ley inaceptable le ampara, y la cobardía de la mayor parte de los propietarios (ahí Dacosta y un puñado más merecen un aplauso) lo ponen por encima de los demás. ¿Por qué si quienes fumamos somos una minoría?
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